El narrador es un abogado entrado en años, cuya oficina lleva asuntos de carácter administrativo: hipotecas, rentas, acciones. Contaba con dos copistas de expedientes y un niño para los mandados. Con el nombramiento de agregado a la Suprema Corte, aumentó la carga de trabajo y para ello contrató a un nuevo empleado. Así es como llega Bartleby.
Quien trabajaba de día y noche, a la luz del día y a la luz de las velas. Al tercer día de su llegada, fue llamado para completar un trabajo urgente, verificar la fidelidad de una copia.
_Preferiría no hacerlo_ dijo, y así comienza una resistencia pasiva de una persona que no es insolente, no sale a comer y vive prácticamente en su escritorio, oculto detrás del biombo; un hombre manso, pobre y solo, que siempre está ahí.
Un día dejó de copiar los expedientes, otro, se negó a abandonar la oficina.
¿Qué es lo que le pasa a Bartleby?
A primera vista parece un anarquista que está en contra del orden establecido, pero no tiene ideas políticas. Después, podría ser un nihilista, pero carece de ideas filosóficas. Quizá hay que observar sus características: la desesperanza, el desamparo, la soledad, la melancolía, la ensoñación insondable proyectada sobre un muro blanco.
Gradualmente, la declinación progresa hacia la autodestrucción. Parece que Bartleby ha enfermado, su corporeidad afectada puede ser su corazón o su mente, o ambos.
Sea lo que fuere, primero “deja de estar”, deja sus obligaciones y responsabilidades; y se convierte en un objeto más de la oficina, en un bulto, en una sola presencia. Paradójicamente su autoafirmación de la negación lo diluye, lo desdibuja. Luego, “del no estar” va pasando al “dejar de ser”.
Gerardo Morales.