30 de noviembre de 2016
alcalorpolitico.com
El presidente Enrique Peña Nieto (o sus asesores, pero él es quien declara) tiene graves confusiones intelectuales. Calificó de “problema cultural” de la sociedad mexicana a la corrupción. Y sí es un problema cultural. Sólo que mayormente circunscrito a la clase política y empresarial forjada al calor del “Sistema Político Mexicano”, el sistema originado por la llamada Revolución Mexicana y que hizo de la corrupción y la impunidad el cemento que unió las estructuras de la reproducción del poder en México. Por esta razón, Gabriel Zaíd expuso en uno de sus ensayos que el problema del país no era que existiera corrupción, porque en toda sociedad existe, aunque en niveles menores. El problema de México es que su clase dominante hizo de la corrupción el sistema político, económico y social de dominio. Y el mayor depredador, como ahora se constata, es el gobierno del PRI, aunque, precisamente porque no se trata de un problema cultural de la sociedad mexicana, existen políticos y funcionarios priistas que no son corruptos.
En días recientes el señor Enrique Peña Nieto volvió a errar. Afirmó que “el machismo no está en la genética de los mexicanos”. Inaugura así una nueva teoría de las especies. Resulta que los mexicanos no formamos parte de homo sapiens-demens. Que los mexicanos no compartimos en nuestros genes las condiciones biológicas que hacen posible las relaciones de dominio/sumisión, comunes en el resto de los seres humanos del planeta. Resulta, pues, que los mexicanos carecemos de ese instinto y esa necesidad de defensa y de dominación que le han permitido a nuestra especie sobrevivir y dominar al resto de los animales.
Por formar parte de los animales mamíferos, los seres humanos también somos seres dotados de afectos y de capacidad para demostrar esos afectos. Lo hacemos, como el resto de los mamíferos, principalmente por la boca. Como las vacas y otros cuadrúpedos, entre los cuáles las madres limpian a sus crías al nacer, las hembras humanas besan a sus hijos y los amamantan. Por esta vía crean lo que el gran científico chileno H. Maturana llama la “biología del amor” es decir, la capacidad natural de construir y reproducir las relaciones afectivas, que resultan en la confección de los seres humanos como animales de vínculos de afecto recíproco, de respeto, de cuidados mutuos: compañerismo, solidaridad y cooperación que no excluyen las jerarquías de autoridad, dominio y sumisión.
Las relaciones amorosas entre madre e hijos producen a un ser social desde el núcleo familiar, con relaciones de dependencia entre esos animales siempre prematuros en su nacimiento, como son los seres humanos, mujeres y hombres por igualen, en cuyo núcleo familiar son gestadas las jerarquías, las bioclases sustentadas en la edad y en la división natural de género: a la cabeza, el macho/hombre/ser humano dotado de mayor fortaleza para defender a su familia de los peligros externos; en el hogar, al cuidado de las criaturas, la hembra/mujer/ser humano encargada de la protección amorosa. Entre los homínidos, la fuerza y la violencia del macho fue necesaria para ejercer la caza, buscar refugios, imponerse a otros machos alfa para asegurar su reproducción.
Con las transformaciones eco sociológicas, que abrieron paso a la transformación de homínidos en humanos, como el descubrimiento y reconocimiento de la paternidad (hecho revolucionario) y las reglas sociales de la sexualidad con la repartición de hembras y a la sexualidad socialmente aceptada y reglamentada, se produce un salto biológico y cultural que se sustenta en la singularidad de la hembra/mujer por su sexualidad permanente, y no sólo en períodos de celo, como en el resto de los animales.
La violencia de todos contra todos de las primeras tribus dio paso, después de milenios, a la agrupación de estos núcleos en mayor escala para la autodefensa, para la subsistencia en el enfrentamiento con otras agrupaciones, basada en relaciones de cooperación y jerarquías más fuertes, acompañadas del ejercicio de la violencia. Una nueva organización está en la base de la evolución social y cultural que se volverá más compleja con la aparición de los seres plenamente humanos, agrupados en grandes grupos, con la necesidad de una élite que guiara y asegurara la supervivencia, proto-Estado de guerreros, nueva organización que asegura el ejercicio de la violencia, asunto de hombres, mientras las actividades del hogar, y de la agricultura, muy probablemente invención femenina, quedaba para los seres dominados y sometidos (mujeres incluidas).
La igualdad entre hombres y mujeres es resultado de un proceso de relaciones, de una serie de hechos culturales, con avances y retrocesos. Forma parte del proceso civilizatorio. A grandes rasgos, la civilización social de las relaciones entre hombres y mujeres, ha consistido, digámoslo así, en la domesticación de los instintos de violencia, y su ejercicio, por parte de los seres biológica y físicamente mejor dotados para ello, los machos/hombres. El proceso se ha expresado como la “feminización de los hombres”, en la adopción de éstos de armas femeninas, como el diálogo, la seducción, en lugar de los golpes, el uso de armas y el sometimiento forzado.
En muchos de los famosos “salones literarios”, durante las cortes francesas del absolutismo y hasta el siglo XIX, regenteados por mujeres ilustres e intelectuales, para pertenecer a ellos se exigía a los caballeros dejar sus espadas en la entrada de la casa, no se permitían los retos a duelo, y eran obligados los caballeros a capacitarse en el manejo del lenguaje y a ejercer el filo asesino de las palabras, mediante diálogos chispeantes, llenos de humor y sabiduría, es decir, los diálogos inteligentes.
Recientemente hemos tenido un par de ejemplos de este proceso inacabado en nuestra sociedad. La respuesta poco elegante y hasta agresiva del secretario federal de Desarrollo Social, Enrique Miranda, a una afirmación filosa e irónica de una diputada del partido MORENA. Y en el Congreso local, las actitudes burlonas de un funcionario menor de la SEDECOM respecto a los cuestionamientos de la diputada Jazmín Topete, de la bancada del PRD. Considero pertinente expresar desde aquí mi solidaridad con ambas mujeres, en especial con la diputada Topete. Pero es reconocer el largo trecho que nos falta para vivir civilizadamente entre mexicanos y mexicanas de todas las edades. Más específicamente, en Veracruz.
Es aquí en donde entra en juego la vigencia del Estado de derecho, sin duda el mayor problema político, sociológico y cultural de nuestra nación. La violencia contra las mujeres existe en todas las sociedades, aún en los países nórdicos, en donde las expresiones de civilidad y niveles de civilización son considerados por todos los expertos como los mejor logrados. Pero en esos países, el lugar de las mujeres, además de ser el resultado de sus propias luchas, es fruto de un mejor diseño de leyes y, sobre todo, de su cabal cumplimiento.
La lucha en contra de la violencia ejercida en contra de las mujeres, seguramente predeterminada en los hogares, en las relaciones materno-infantiles, no está debidamente respaldada por un marco jurídico competitivo, es decir, aplicable con normalidad para que termine con la impunidad de los agresores. Existen leyes que expresan buenas intenciones. Pero resultan insuficientes para respaldar un cambio civilizatorio. Este es el gran desafío.
Y para Veracruz este desafío se extiende a toda actividad pública, es decir, a las acciones de los tres poderes y dos órdenes de gobierno, más los organismos autónomos. Retomando el primer tema: las leyes mexicanas están pensadas para alentar la corrupción y para proteger, mediante la impunidad, a quienes trafican con el ejercicio del poder público y los presupuestos. El laberinto legal veracruzano fortalece la ilegalidad en todos los ámbitos. Reformar leyes, castigar a quienes las manipulan para asegurar la impunidad, reconstruir el Ministerio Público y el Poder Judicial son condiciones ineludibles para tener instituciones que hagan plenamente vigente el Estado de derecho en el estado de Veracruz.
Las leyes, es decir, las instituciones que dominaron el sistema, que le dieron orden y organización durante 86 años son en su mayor parte incompatibles con un régimen democrático, con un ejecutivo fuerte que haga realmente efectivas las condiciones para imponer el orden y la paz pública, condiciones indispensables para vivir en un Estado de derecho moderno. En suma: leyes que sean la base de una nueva etapa del proceso civilizatorio en el estado de Veracruz, puerta de entrada y recinto de los mejores valores culturales eurooccidentales que han dado forma a nuestra cultura.
Por desgracia, poco ganamos con decir que los violentos deberían hacerse de rivales a la altura de su rencor, y no que los descarguen contra seres humanos más débiles físicamente, para que no sean llamados cobardes. El cambio pasa en realidad por una inteligente y persistente labor del Poder Legislativo que mediante mejores leyes ayude a borrar las lacerantes e indeseables huellas de la violencia en contra de las mujeres en primer lugar, y en general, entre todos los ciudadanos porque la violencia destruye el diálogo, el razonamiento y la espiritualidad de los seres humanos que aspiramos a vivir nuestra propia versión de la modernidad, la igualdad y la fraternidad.
En días recientes el señor Enrique Peña Nieto volvió a errar. Afirmó que “el machismo no está en la genética de los mexicanos”. Inaugura así una nueva teoría de las especies. Resulta que los mexicanos no formamos parte de homo sapiens-demens. Que los mexicanos no compartimos en nuestros genes las condiciones biológicas que hacen posible las relaciones de dominio/sumisión, comunes en el resto de los seres humanos del planeta. Resulta, pues, que los mexicanos carecemos de ese instinto y esa necesidad de defensa y de dominación que le han permitido a nuestra especie sobrevivir y dominar al resto de los animales.
Por formar parte de los animales mamíferos, los seres humanos también somos seres dotados de afectos y de capacidad para demostrar esos afectos. Lo hacemos, como el resto de los mamíferos, principalmente por la boca. Como las vacas y otros cuadrúpedos, entre los cuáles las madres limpian a sus crías al nacer, las hembras humanas besan a sus hijos y los amamantan. Por esta vía crean lo que el gran científico chileno H. Maturana llama la “biología del amor” es decir, la capacidad natural de construir y reproducir las relaciones afectivas, que resultan en la confección de los seres humanos como animales de vínculos de afecto recíproco, de respeto, de cuidados mutuos: compañerismo, solidaridad y cooperación que no excluyen las jerarquías de autoridad, dominio y sumisión.
Las relaciones amorosas entre madre e hijos producen a un ser social desde el núcleo familiar, con relaciones de dependencia entre esos animales siempre prematuros en su nacimiento, como son los seres humanos, mujeres y hombres por igualen, en cuyo núcleo familiar son gestadas las jerarquías, las bioclases sustentadas en la edad y en la división natural de género: a la cabeza, el macho/hombre/ser humano dotado de mayor fortaleza para defender a su familia de los peligros externos; en el hogar, al cuidado de las criaturas, la hembra/mujer/ser humano encargada de la protección amorosa. Entre los homínidos, la fuerza y la violencia del macho fue necesaria para ejercer la caza, buscar refugios, imponerse a otros machos alfa para asegurar su reproducción.
Con las transformaciones eco sociológicas, que abrieron paso a la transformación de homínidos en humanos, como el descubrimiento y reconocimiento de la paternidad (hecho revolucionario) y las reglas sociales de la sexualidad con la repartición de hembras y a la sexualidad socialmente aceptada y reglamentada, se produce un salto biológico y cultural que se sustenta en la singularidad de la hembra/mujer por su sexualidad permanente, y no sólo en períodos de celo, como en el resto de los animales.
La violencia de todos contra todos de las primeras tribus dio paso, después de milenios, a la agrupación de estos núcleos en mayor escala para la autodefensa, para la subsistencia en el enfrentamiento con otras agrupaciones, basada en relaciones de cooperación y jerarquías más fuertes, acompañadas del ejercicio de la violencia. Una nueva organización está en la base de la evolución social y cultural que se volverá más compleja con la aparición de los seres plenamente humanos, agrupados en grandes grupos, con la necesidad de una élite que guiara y asegurara la supervivencia, proto-Estado de guerreros, nueva organización que asegura el ejercicio de la violencia, asunto de hombres, mientras las actividades del hogar, y de la agricultura, muy probablemente invención femenina, quedaba para los seres dominados y sometidos (mujeres incluidas).
La igualdad entre hombres y mujeres es resultado de un proceso de relaciones, de una serie de hechos culturales, con avances y retrocesos. Forma parte del proceso civilizatorio. A grandes rasgos, la civilización social de las relaciones entre hombres y mujeres, ha consistido, digámoslo así, en la domesticación de los instintos de violencia, y su ejercicio, por parte de los seres biológica y físicamente mejor dotados para ello, los machos/hombres. El proceso se ha expresado como la “feminización de los hombres”, en la adopción de éstos de armas femeninas, como el diálogo, la seducción, en lugar de los golpes, el uso de armas y el sometimiento forzado.
En muchos de los famosos “salones literarios”, durante las cortes francesas del absolutismo y hasta el siglo XIX, regenteados por mujeres ilustres e intelectuales, para pertenecer a ellos se exigía a los caballeros dejar sus espadas en la entrada de la casa, no se permitían los retos a duelo, y eran obligados los caballeros a capacitarse en el manejo del lenguaje y a ejercer el filo asesino de las palabras, mediante diálogos chispeantes, llenos de humor y sabiduría, es decir, los diálogos inteligentes.
Recientemente hemos tenido un par de ejemplos de este proceso inacabado en nuestra sociedad. La respuesta poco elegante y hasta agresiva del secretario federal de Desarrollo Social, Enrique Miranda, a una afirmación filosa e irónica de una diputada del partido MORENA. Y en el Congreso local, las actitudes burlonas de un funcionario menor de la SEDECOM respecto a los cuestionamientos de la diputada Jazmín Topete, de la bancada del PRD. Considero pertinente expresar desde aquí mi solidaridad con ambas mujeres, en especial con la diputada Topete. Pero es reconocer el largo trecho que nos falta para vivir civilizadamente entre mexicanos y mexicanas de todas las edades. Más específicamente, en Veracruz.
Es aquí en donde entra en juego la vigencia del Estado de derecho, sin duda el mayor problema político, sociológico y cultural de nuestra nación. La violencia contra las mujeres existe en todas las sociedades, aún en los países nórdicos, en donde las expresiones de civilidad y niveles de civilización son considerados por todos los expertos como los mejor logrados. Pero en esos países, el lugar de las mujeres, además de ser el resultado de sus propias luchas, es fruto de un mejor diseño de leyes y, sobre todo, de su cabal cumplimiento.
La lucha en contra de la violencia ejercida en contra de las mujeres, seguramente predeterminada en los hogares, en las relaciones materno-infantiles, no está debidamente respaldada por un marco jurídico competitivo, es decir, aplicable con normalidad para que termine con la impunidad de los agresores. Existen leyes que expresan buenas intenciones. Pero resultan insuficientes para respaldar un cambio civilizatorio. Este es el gran desafío.
Y para Veracruz este desafío se extiende a toda actividad pública, es decir, a las acciones de los tres poderes y dos órdenes de gobierno, más los organismos autónomos. Retomando el primer tema: las leyes mexicanas están pensadas para alentar la corrupción y para proteger, mediante la impunidad, a quienes trafican con el ejercicio del poder público y los presupuestos. El laberinto legal veracruzano fortalece la ilegalidad en todos los ámbitos. Reformar leyes, castigar a quienes las manipulan para asegurar la impunidad, reconstruir el Ministerio Público y el Poder Judicial son condiciones ineludibles para tener instituciones que hagan plenamente vigente el Estado de derecho en el estado de Veracruz.
Las leyes, es decir, las instituciones que dominaron el sistema, que le dieron orden y organización durante 86 años son en su mayor parte incompatibles con un régimen democrático, con un ejecutivo fuerte que haga realmente efectivas las condiciones para imponer el orden y la paz pública, condiciones indispensables para vivir en un Estado de derecho moderno. En suma: leyes que sean la base de una nueva etapa del proceso civilizatorio en el estado de Veracruz, puerta de entrada y recinto de los mejores valores culturales eurooccidentales que han dado forma a nuestra cultura.
Por desgracia, poco ganamos con decir que los violentos deberían hacerse de rivales a la altura de su rencor, y no que los descarguen contra seres humanos más débiles físicamente, para que no sean llamados cobardes. El cambio pasa en realidad por una inteligente y persistente labor del Poder Legislativo que mediante mejores leyes ayude a borrar las lacerantes e indeseables huellas de la violencia en contra de las mujeres en primer lugar, y en general, entre todos los ciudadanos porque la violencia destruye el diálogo, el razonamiento y la espiritualidad de los seres humanos que aspiramos a vivir nuestra propia versión de la modernidad, la igualdad y la fraternidad.