26 de mayo de 2022
alcalorpolitico.com
Sea por los actuales conflictos bélicos, unos abiertos y difundidos a todo el mundo, otros, soterrados, escondidos, ocultados o minimizados a propósito, sea por las teorías catastrofistas, parece que la humanidad se encuentra en una etapa de absoluto descreimiento, de falta de asidero. Hablar ahora de los estragos de la pandemia deja un sabor amargo. Lo mismo enterarse y comentar la barbarie de los imperialismos (de cualquier ideología) que buscan avasallar, imponerse, sojuzgar, explotar a sus vecinos, a los más débiles. Y ni se diga de los efectos devastadores de políticas y de economías que simplemente se yerguen como poderes absolutos, dueños de vidas y de conciencias.
Pareciera que este mundo actual ha perdido el rumbo, que el hombre se ha descentrado y, cual loca peonza, se tambalea sin encontrar un equilibrio. Las víctimas somos todos los seres humanos (y, de refilón, toda forma de vida, desde los vegetales hasta los animales), pero especialmente son los niños y los jóvenes quienes no aciertan a encontrar un futuro promisorio, digno de ser vivido, digno de motivar.
Este negacionismo actual, cara y manifestación de un sentimiento nihilista, si bien acentuado por la información masiva y al instante, no es nuevo ni siquiera reciente. La humanidad (débil e inerme humanidad) ha pasado por muchas épocas también de descreimiento, de pesadilla, de fatalismo, en las que se creía y pensaba que todo terminaría en un inminente holocausto.
Este sentimiento ha sido objeto de reflexión de varios filósofos, desde siglos antes de nuestra era. Ya el mismo Platón (siglo V-IV a.C.), posiblemente influenciado por la reciente, trágica e injusta muerte de su maestro, Sócrates, y por la crisis política de su patria (Atenas) a la que había precipitado la tiranía de Los Doce (entre los cuales se contaba su propio tío) proponía una dualidad de mundos: uno, este de aquí «abajo», hecho de simples apariencias, seres fantasmagóricos que carecen de substancia, de solidez y que son meras copias, sombras de otro mundo, este sí, auténtico y verdadero: el mundo de las ideas. El hombre, como esclavo de su mundo de las cosas sensibles, encerrado en su caverna-ignorancia, debe ascender, «subir» a ese otro mundo en donde reina la Belleza, la Bondad y todos aquellos valores que le pueden dar sentido a su existencia.
Este idealismo platónico, a pesar de haber sido severamente criticado por su discípulo Aristóteles, hombre de inmensa capacidad analítica y sistémica, quien proponía un solo mundo unido, real, verdadero y bueno per se, no logró que durante un largo período de la historia la escisión platónica de la realidad dominara el pensamiento y la credibilidad humana. Durante la Edad Media, al menos la Alta Edad Media, hasta el siglo XII aproximadamente, el platonismo, ahora santificado por los filósofos del cristianismo, siguió siendo el pensamiento dominante. Tampoco el realismo neoaristotélico de Tomás de Aquino pudo penetrar en la mente y el corazón humanos y superar el sentimiento de que esta vida, este mundo en el que nos movemos, somos y existimos, es tan efímero e insustancial que debemos soñar con deshacernos hasta de nuestro propio cuerpo para librarnos del mal y sus secuelas, y alcanzar en ese otro mundo ideal algo de paz, armonía. belleza, amor y felicidad.
Estos antecedentes influyeron de manera notable en el pensamiento moderno. El filósofo René Descartes, tratando de encontrar un camino hacia la superación de este dualismo, sin embargo y quizá debido a su formación académica, cayó en sus redes. Su propuesta de que todo está hecho de alguna de las dos substancias: la «extensa» (materia) y la «pensante» (espíritu), (y en esto parecía conciliar la dualidad), cuando se enfrentó a la explicación de la naturaleza humana no pudo hallar el salvamento y tuvo que recurrir a un extraño y simplón recurso: proponer que ambas substancias se intercomunican gracias a la glándula pineal (¡!)... Y, para evadir la feroz persecución de la Inquisición, tuvo que postular una tercera substancia: la «divina» y ahí dejó el problema a sus sucesores.
Entre ellos (para abreviar un poco) llegó el notable Emanuel Kant. Teniendo ante los ojos los avances de los científicos (Newton, entre otros) que de ninguna manera querían hacer ciencia de ese inalcanzable mundo del empíreo sino de este, así sea cruel y evasivo, no pudo sin embargo evitar totalmente la escisión platónica. Así, pensó que hay un mundo que es absolutamente inaccesible aun al más notable intelecto, aunque es, simultáneamente, el auténtico: es el de las cosas en sí mismas, esto es, la verdadera «esencia» o «ser» de ellas. En cambio (y para salvar las teorías de los científicos) existe otro mundo que, aunque desordenado y medio raro, puede ser moldeado, «informado», «revestido», conformado por las cualidades que exige la ciencia: necesidad, universalidad, realidad, etc.
Sin embargo, en el fondo, siguió subsistiendo esa sensación de inestabilidad, de insuperable superficialidad, precariedad y fragilidad de esta realidad que se nos presenta día a día y que no podemos soslayar aún con las teorías más audaces.
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Pareciera que este mundo actual ha perdido el rumbo, que el hombre se ha descentrado y, cual loca peonza, se tambalea sin encontrar un equilibrio. Las víctimas somos todos los seres humanos (y, de refilón, toda forma de vida, desde los vegetales hasta los animales), pero especialmente son los niños y los jóvenes quienes no aciertan a encontrar un futuro promisorio, digno de ser vivido, digno de motivar.
Este negacionismo actual, cara y manifestación de un sentimiento nihilista, si bien acentuado por la información masiva y al instante, no es nuevo ni siquiera reciente. La humanidad (débil e inerme humanidad) ha pasado por muchas épocas también de descreimiento, de pesadilla, de fatalismo, en las que se creía y pensaba que todo terminaría en un inminente holocausto.
Este sentimiento ha sido objeto de reflexión de varios filósofos, desde siglos antes de nuestra era. Ya el mismo Platón (siglo V-IV a.C.), posiblemente influenciado por la reciente, trágica e injusta muerte de su maestro, Sócrates, y por la crisis política de su patria (Atenas) a la que había precipitado la tiranía de Los Doce (entre los cuales se contaba su propio tío) proponía una dualidad de mundos: uno, este de aquí «abajo», hecho de simples apariencias, seres fantasmagóricos que carecen de substancia, de solidez y que son meras copias, sombras de otro mundo, este sí, auténtico y verdadero: el mundo de las ideas. El hombre, como esclavo de su mundo de las cosas sensibles, encerrado en su caverna-ignorancia, debe ascender, «subir» a ese otro mundo en donde reina la Belleza, la Bondad y todos aquellos valores que le pueden dar sentido a su existencia.
Este idealismo platónico, a pesar de haber sido severamente criticado por su discípulo Aristóteles, hombre de inmensa capacidad analítica y sistémica, quien proponía un solo mundo unido, real, verdadero y bueno per se, no logró que durante un largo período de la historia la escisión platónica de la realidad dominara el pensamiento y la credibilidad humana. Durante la Edad Media, al menos la Alta Edad Media, hasta el siglo XII aproximadamente, el platonismo, ahora santificado por los filósofos del cristianismo, siguió siendo el pensamiento dominante. Tampoco el realismo neoaristotélico de Tomás de Aquino pudo penetrar en la mente y el corazón humanos y superar el sentimiento de que esta vida, este mundo en el que nos movemos, somos y existimos, es tan efímero e insustancial que debemos soñar con deshacernos hasta de nuestro propio cuerpo para librarnos del mal y sus secuelas, y alcanzar en ese otro mundo ideal algo de paz, armonía. belleza, amor y felicidad.
Estos antecedentes influyeron de manera notable en el pensamiento moderno. El filósofo René Descartes, tratando de encontrar un camino hacia la superación de este dualismo, sin embargo y quizá debido a su formación académica, cayó en sus redes. Su propuesta de que todo está hecho de alguna de las dos substancias: la «extensa» (materia) y la «pensante» (espíritu), (y en esto parecía conciliar la dualidad), cuando se enfrentó a la explicación de la naturaleza humana no pudo hallar el salvamento y tuvo que recurrir a un extraño y simplón recurso: proponer que ambas substancias se intercomunican gracias a la glándula pineal (¡!)... Y, para evadir la feroz persecución de la Inquisición, tuvo que postular una tercera substancia: la «divina» y ahí dejó el problema a sus sucesores.
Entre ellos (para abreviar un poco) llegó el notable Emanuel Kant. Teniendo ante los ojos los avances de los científicos (Newton, entre otros) que de ninguna manera querían hacer ciencia de ese inalcanzable mundo del empíreo sino de este, así sea cruel y evasivo, no pudo sin embargo evitar totalmente la escisión platónica. Así, pensó que hay un mundo que es absolutamente inaccesible aun al más notable intelecto, aunque es, simultáneamente, el auténtico: es el de las cosas en sí mismas, esto es, la verdadera «esencia» o «ser» de ellas. En cambio (y para salvar las teorías de los científicos) existe otro mundo que, aunque desordenado y medio raro, puede ser moldeado, «informado», «revestido», conformado por las cualidades que exige la ciencia: necesidad, universalidad, realidad, etc.
Sin embargo, en el fondo, siguió subsistiendo esa sensación de inestabilidad, de insuperable superficialidad, precariedad y fragilidad de esta realidad que se nos presenta día a día y que no podemos soslayar aún con las teorías más audaces.
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