19 de mayo de 2022
alcalorpolitico.com
En el mes de marzo se cumplieron 10 años de la muerte de Antonio Tabucchi. Este escritor italiano, pisano, pero enamorado de Portugal, es referente obligado para quien estudia o, al menos, se interesa por la creación y la crítica literaria, por sus indudables aportaciones a la literatura contemporánea; es el autor de esta rara y curiosa novelita: El barquito chiquitito.
La novela, según anota el autor, había quedado, si no olvidada, al menos postergada entre sus obras desde 1978 hasta el 2011 en que se hizo la primera edición con el título de Il piccolo naviglio. Tabucchi dice que ignora por qué no había vuelto a leer El barquito hasta 33 años después. Pero aventura dos hipótesis: una, que «son muchos los libros que aún no hemos leído y puede parecer una pérdida de tiempo releer lo que uno ha escrito» y, otra, citando a Dickinson, que «con nosotros mismos siempre anda de por medio la etiqueta, y turbación y empacho», ambas hipótesis plenamente corroboradas por cualquier escritor. Por eso, «volver a leer un libro tuyo es como oír de nuevo una verdad que te atreviste a decir en su momento, pero que al cabo de tanto tiempo temes que haya caducado» (9).
Afortunadamente, se hizo esta edición y así podemos conocer una obra simpática, atrevida, innovadora en su estilo y estructura. El tema es muy ambicioso: se trata de una especie de saga de una familia rural, habitante de un insignificante pueblecito que, durante todo un siglo siguió siendo un «montón de piedras», como lo verán los sucesivos descendientes del patriarca de la familia, un tal Leonida, picapedrero en una cantera de mármol y que morirá aprendiendo a volar, víctima de la ineludible ley de la gravedad...
Casado Leonida con Argia, procrea a Quinto (futuro marido de la adolorida Addolorata), al primer Sesto y unas gemelas, Maria y Anna. La infancia, de ese primer Sesto «transcurrió plácidamente miserable en una casa ocre y llena de grietas en un pueblo polvoriento, bajo la égida y la amenaza de una montaña blanca». Las gemelas, de ojos verdes y brillantes, eran tan hermosas y tan iguales que uno de tantos pretendientes, el «apuesto y fatuo» Corrado Zanardelli, quien tuvo el atrevimiento de visitar su casa y solicitar a una de ellas para matrimoniarse, cuando se percató que aquellas muchachas no eran una sola y su reflejo en la ventana sino realmente dos, novió alternativamente con una y con otra sin poder nunca diferenciar quién era Maria y quién Anna. La única manera que se le ocurrió para resolver el intríngulis, fue, aprovechando un paseo por la cantera, cohabitar con la de en turno. Lo increíble fue que ambas hermanas resultaron sincronizadamente embarazadas («una por vía genital y la otra por autoconvicción»). Cuando, bajo el reinado de Humberto I, llegó el momento del parto, «atrincheradas en su habitación» ambas alumbraron a un solo hijo ilegítimo al que, para no errar, se le llamó Marianna... (alias Sesto), hermanastro de Anselmo Zanardelli, hijo legítimo de Corrado. Sesto se hace maestro de escuela y es apresado por los nazis mientras Anselmo se convierte en predicador fascista y luego en demócrata cristiano y terminará siendo fundido en concreto al visitar una de sus innumerables construcciones.
Pasó el tiempo y con él tantas cosas que los sucesivos «Sestos» se encargaron de parir sus historias personales hilvanadas con las de su pueblito de piedras y de la Italia, y estas con la Historia (con mayúscula).
Italia ve surgir la prédica acalorada y seductora de Ivana (Rosa de Luxemburgo), que cautiva ideológica y sentimentalmente al Sesto en turno, «hijo» de Anselmo y de Amelia Degli Angeli, inseminando así el espíritu revolucionario y comunista en la Italia del siglo XX. Sesto Degli Angeli será encarcelado por participar activamente en los mítines organizados por Rosa.
Él es el Capitán Sesto, el «barquito chiquitito» que navega por el río del tiempo. Al salir del «manicomio judicial», para escribir la historia familiar y la de su patria y recuperar los años de ese tormentoso siglo XX, rastreará en el desván de aquella vieja casa paterna algunos jirones de información: «Sesto rebuscó entre montones de polvo en busca de improbables testimonios, indagó bajo paquetes de viejos periódicos, de extravagantes dibujos habitados por colonias de ratas y de cucarachas» y allí descubrirá los Anales escritos por el historiógrafo local, el clérigo Paolo Fonzio, quien, no obstante, «cultivaba la Historia y no las historias como las del Capitán Sesto», y a este no le quedó más remedio que recurrir a su imaginación para escribir la saga.
En fin, en esta novela, a la que hay que seguirle el hilo anotando sin tregua cada personaje y sus complicadas relaciones, como escribe Tabucchi, «está la Historia con mayúscula, desatinada muchacha que acarrea jubilosa duelos y malandanzas; (y) la historia sin mayúsculas, de nuestro país, por el cual sigo sintiendo la nostalgia de lo que habría podido ser y no es, entremezclada con un sentimiento de culpa por una culpa que no me pertenece».
Y, sobre todo, «está el fenotipo de muchos personajes míos que vendrían después: un personaje derrotado, pero no resignado, obstinado, tenaz. La idea de que somos porque nos relatamos y de que él no podrá existir hasta que sea capaz de relatar su propia historia. Que en el fondo es este libro».
Haciendo alarde de su dominio del lenguaje y de la técnica narrativa, Tabucchi anuncia, con El barquito Chiquitito, su afición por el realismo mágico, intercalando diversos recursos narrativos y manejando con maestría las anticipaciones y regresiones temporales para redondear ese magistral estilo que veremos, años después, condensado en su inolvidable y actual Sostiene Pereira.
(Antonio Tabucchi, El barquito chiquitito, Anagrama, 226 págs.)
[email protected]
La novela, según anota el autor, había quedado, si no olvidada, al menos postergada entre sus obras desde 1978 hasta el 2011 en que se hizo la primera edición con el título de Il piccolo naviglio. Tabucchi dice que ignora por qué no había vuelto a leer El barquito hasta 33 años después. Pero aventura dos hipótesis: una, que «son muchos los libros que aún no hemos leído y puede parecer una pérdida de tiempo releer lo que uno ha escrito» y, otra, citando a Dickinson, que «con nosotros mismos siempre anda de por medio la etiqueta, y turbación y empacho», ambas hipótesis plenamente corroboradas por cualquier escritor. Por eso, «volver a leer un libro tuyo es como oír de nuevo una verdad que te atreviste a decir en su momento, pero que al cabo de tanto tiempo temes que haya caducado» (9).
Afortunadamente, se hizo esta edición y así podemos conocer una obra simpática, atrevida, innovadora en su estilo y estructura. El tema es muy ambicioso: se trata de una especie de saga de una familia rural, habitante de un insignificante pueblecito que, durante todo un siglo siguió siendo un «montón de piedras», como lo verán los sucesivos descendientes del patriarca de la familia, un tal Leonida, picapedrero en una cantera de mármol y que morirá aprendiendo a volar, víctima de la ineludible ley de la gravedad...
Casado Leonida con Argia, procrea a Quinto (futuro marido de la adolorida Addolorata), al primer Sesto y unas gemelas, Maria y Anna. La infancia, de ese primer Sesto «transcurrió plácidamente miserable en una casa ocre y llena de grietas en un pueblo polvoriento, bajo la égida y la amenaza de una montaña blanca». Las gemelas, de ojos verdes y brillantes, eran tan hermosas y tan iguales que uno de tantos pretendientes, el «apuesto y fatuo» Corrado Zanardelli, quien tuvo el atrevimiento de visitar su casa y solicitar a una de ellas para matrimoniarse, cuando se percató que aquellas muchachas no eran una sola y su reflejo en la ventana sino realmente dos, novió alternativamente con una y con otra sin poder nunca diferenciar quién era Maria y quién Anna. La única manera que se le ocurrió para resolver el intríngulis, fue, aprovechando un paseo por la cantera, cohabitar con la de en turno. Lo increíble fue que ambas hermanas resultaron sincronizadamente embarazadas («una por vía genital y la otra por autoconvicción»). Cuando, bajo el reinado de Humberto I, llegó el momento del parto, «atrincheradas en su habitación» ambas alumbraron a un solo hijo ilegítimo al que, para no errar, se le llamó Marianna... (alias Sesto), hermanastro de Anselmo Zanardelli, hijo legítimo de Corrado. Sesto se hace maestro de escuela y es apresado por los nazis mientras Anselmo se convierte en predicador fascista y luego en demócrata cristiano y terminará siendo fundido en concreto al visitar una de sus innumerables construcciones.
Pasó el tiempo y con él tantas cosas que los sucesivos «Sestos» se encargaron de parir sus historias personales hilvanadas con las de su pueblito de piedras y de la Italia, y estas con la Historia (con mayúscula).
Italia ve surgir la prédica acalorada y seductora de Ivana (Rosa de Luxemburgo), que cautiva ideológica y sentimentalmente al Sesto en turno, «hijo» de Anselmo y de Amelia Degli Angeli, inseminando así el espíritu revolucionario y comunista en la Italia del siglo XX. Sesto Degli Angeli será encarcelado por participar activamente en los mítines organizados por Rosa.
Él es el Capitán Sesto, el «barquito chiquitito» que navega por el río del tiempo. Al salir del «manicomio judicial», para escribir la historia familiar y la de su patria y recuperar los años de ese tormentoso siglo XX, rastreará en el desván de aquella vieja casa paterna algunos jirones de información: «Sesto rebuscó entre montones de polvo en busca de improbables testimonios, indagó bajo paquetes de viejos periódicos, de extravagantes dibujos habitados por colonias de ratas y de cucarachas» y allí descubrirá los Anales escritos por el historiógrafo local, el clérigo Paolo Fonzio, quien, no obstante, «cultivaba la Historia y no las historias como las del Capitán Sesto», y a este no le quedó más remedio que recurrir a su imaginación para escribir la saga.
En fin, en esta novela, a la que hay que seguirle el hilo anotando sin tregua cada personaje y sus complicadas relaciones, como escribe Tabucchi, «está la Historia con mayúscula, desatinada muchacha que acarrea jubilosa duelos y malandanzas; (y) la historia sin mayúsculas, de nuestro país, por el cual sigo sintiendo la nostalgia de lo que habría podido ser y no es, entremezclada con un sentimiento de culpa por una culpa que no me pertenece».
Y, sobre todo, «está el fenotipo de muchos personajes míos que vendrían después: un personaje derrotado, pero no resignado, obstinado, tenaz. La idea de que somos porque nos relatamos y de que él no podrá existir hasta que sea capaz de relatar su propia historia. Que en el fondo es este libro».
Haciendo alarde de su dominio del lenguaje y de la técnica narrativa, Tabucchi anuncia, con El barquito Chiquitito, su afición por el realismo mágico, intercalando diversos recursos narrativos y manejando con maestría las anticipaciones y regresiones temporales para redondear ese magistral estilo que veremos, años después, condensado en su inolvidable y actual Sostiene Pereira.
(Antonio Tabucchi, El barquito chiquitito, Anagrama, 226 págs.)
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