Quienes nacimos en las décadas de los cuarenta a los sesenta del siglo XX, tres décadas en las que se vivió un crecimiento económico equilibrado que dio oportunidad al desarrollo educativo y la emergencia de diversas profesiones que propiciaron la multiplicidad de oportunidades laborales, dando un gran impulso al aumento de las clases sociales medias, hemos sido testigos de múltiples cambios que se han sucedido en todos los órdenes, desde el político hasta el tecnológico y ante los cuales asumimos el reto de adaptarnos para seguir adelante ante la dinámica cambiante, sobre todo en el ámbito profesional.
Décadas en los que el tiempo transcurría apacible, cumpliendo sus ciclos simbólicos y añadiendo una paz que se sentía y vivía en la sociedad. Podías dejar tu casa abierta y al día siguiente todo estaba intacto. Viajar sin temor a sobresaltos y asaltos. Jugar en la calle hasta altas horas de la noche antes de ir a dormir escurriendo de sudor. Sacar las sillas a la banqueta al frente de la casa y platicar durante horas con vecinos y conocidos que pasaban por el lugar. Ir a acampar a la playa o al bosque sin miedo de ser violentado. Viajar de aventón en la escapada de fin de semana. Irse de fiesta sin perderte en la nada. Asomarte por la ventana del vecino que tenía televisor para ver la pelea de box, el juego de futbol o el programa de variedades de moda, y te abrían la ventana para compartir la alegría de la diversión.
Tiempos idos y paz destruida, pues ahora pedir aventón es casi imposible, acampar no se diga y abrir la puerta de casa para salir a platicar a la banqueta una delicia que se esfumó. En lo tiempos de hoy, aciagos y quebrantados, vivimos en la violencia y la insolencia. Respiramos el olor a muerte y tratamos de ignorarlo atormentados por el miedo. El estrés corroe nuestro estado de ánimo y nos atrapa en ese circulo de depresión y euforia, melancolía y angustia. La tensión social brota por aquí y por allá como chispazos que provocan conflictos desde el orden familiar, institucional, laboral y callejero.
Nada es apacible, en todos lados hay violencia. Una violencia que comprime el alma pues está y se manifiesta de diversa manera en los muchos ámbitos de la sociedad, en los hogares, las relaciones interpersonales, en la escuela y en las instituciones, en las empresas y comercios, en las calles y carreteras, en Internet, en los programas televisivos y en la cinematografía, en las redes sociales, en las mentes retorcidas de gobernantes corroídas por la corrupción, la soberbia y ambición de poder. En los comerciantes voraces que depredan la economía de las familias y, desde luego, en aquellas personas cuyo estilo de vida seleccionada carece de toda cualidad moral, sentido ético y desamor por la vida; desde el criminal y ladrón solitario hasta quienes se han agrupado en organizaciones criminales altamente armadas y destructivas de vidas, familias, negocios, instituciones y paz territorial.
Las causas son múltiples, relacionadas y con diverso peso en la existencia de una violencia absurda, persistente y destructiva de futuros promisorios para las generaciones de hoy y las por venir. La violencia parece ser el pan de cada día. Solo hay que escuchar el lenguaje cotidiano de los jóvenes que se expresan con vocablos ofensivos, pero que han asumido como coloquiales. La voz de reclamo y enojo que se escucha en la calle entre interlocutores que van hablando a través del celular, trascendiendo la privacidad para hacer público el conflicto. En la prensa diaria a través de la cual nos enteramos de secuestros de niñas, niños y jóvenes; de personas desaparecidas; de los asesinatos diarios cometidos con armas de fuego que se suponen deben estar bajo control; del incremento alarmante de feminicidios; de cuerpos tirados en calles, carreteras y campos; del cobro de piso a comerciantes, productores e incluso instituciones religiosas; del robo violento de autos y asaltos carreteros; de masacres en los propios hogares, centros de diversión o fiestas; de secuestros que en las diversas modalidades utilizadas buscan obtener dinero a cambio de la libertad de la o las personas secuestradas sin garantía de respeto a sus vidas.
Robos, asesinatos, asaltos, secuestros, “levantones”, extorsiones y más, ocurren todos los días a lo largo y ancho del país. Pero lo peor está en la violencia mental que introyecta en el subconsciente modelos de conducta negativa a través de los diversos recursos digitales con fuerte contenido violento (psicológico y físico), virtualidad que ejerce un poder sugestivo en niños, jóvenes y adultos que provocan en la persona verse en el espejo digital y trate de emular lo visto. “Relación de espectros”, diría Kafka, espectros digitales que son voraces, alienantes, trastornadores del alma, insolentes y estridentes.
La violencia hace que el otro desaparezca al ser sometido como sujeto, al reducirlo a mero objeto que se puede golpear, vejar, matar. La violencia, sea psicológica, física, proveniente de personas, de las propias instituciones o de cualquier otro origen o tipo, siempre secuestrará la libertad y la paz porque se cuela por cuanta rendija o resquicio lo permita. Reconstituir la tranquilidad social, retejer el tejido social, reencauzar las mentalidades hacia el bien común, propiciar el establecimiento de lazos solidarios, introyectar la equidad como justo medio y cultivar consciencias responsables del cuidado social con todas las implicaciones estructurales, requiere de un proyecto de sociedad dirigido a la reconversión del movimiento hacia el futuro, cuya dinámica sea permanente para que fluya hacia todos los ámbitos sociales desde un rizoma de amor, paz y libertad.