En memoria de la Doctora Gertrude Verónica Hernández Piñeyro Grohman, Maestra en la Facultad de Derecho de la Universidad Veracruzana.
Si el abogado quiere volver por sus fueros deberá constituirse en garante de los principios de legalidad y de constitucionalidad, estableciendo el reino del derecho. Si lo consigue
el pueblo de México podrá ejercer su derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno para inaugurar la democracia representativa.
El 13 de noviembre de 2008, impartimos una “charla” que, tal vez, tuvimos el atrevimiento de llamarle “conferencia”, sobre el tema de la “Democracia representativa”. Eran tiempos en los cuales con Eduardo García Maynez aseverábamos que “Interpretar es desentrañar el sentido de una expresión.” Aún, hoy en día sostenemos este aserto.
El autor mexicano, en su
Introducción al Estudio del Derecho explica que “Se interpretan las expresiones para descubrir lo que significan. La expresión es un conjunto de signos; por ello tiene significación... Interpretar la ley es descubrir el sentido que encierra. La ley aparece ante nosotros como una forma de expresión. Tal expresión suele ser el conjunto de signos escritos sobre el papel, que forman los ‘artículos’ de las leyes o de los Códigos.”
Los estudios nos permitieron saber que la explicación del distinguido filósofo mexicano es solamente una entre otras teorías de la interpretación jurídica. A pesar de ello, y después de algunas vueltas, hemos retornado a García Maynez para caer en la cuenta de que desentrañar el sentido de la ley no es solamente descubrir el significado, sino que implica averiguar el
sentimiento que guarda la ley.
Por ello, decíamos, a la ley se debe llegar con un problema entre manos, pues de otro modo la ley esconde celosamente su sentido. Además, es conocido por todos que suele acudirse a la ley cuando se tiene un problema. Por supuesto, esto vale también para la Constitución Política de México, nuestra Ley Fundamental.
A dicho problema, David Sánchez Rubio, en su
Filosofía, Derecho y Liberación en América Latina, lo identifica como “el problema de la democracia”, y este autor lo plantea en los siguientes términos: “En nuestra tradición cultural, el poder sólo es legítimo cuando procede del pueblo y se basa en su consentimiento. Pero es sabida la tendencia a la separación que en nuestros días se realiza entre la titularidad y su ejercicio.”
Luis Villoro,
El poder y el valor (1998), al referirse a la democracia realmente existente, y guiado por Norberto Bobbio, comenta el problema de la siguiente manera:
“El poder del elector se reduce a depositar un voto favorable a determinadas personas. Una vez elegidas, ellas acaparan todo el poder de decisión. Las elecciones democráticas, antes de ser un procedimiento por el que se expresa el poder del pueblo, son un medio por el que el pueblo establece un poder sobre sí mismo.”
La explicación sencilla del problema se le debe a Fernando Savater,
Política para Amador (1992), quien, después de decir cómo y porqué surge la democracia representativa, afirma lo siguiente:
“De modo que por eso los gobiernos actuales en las democracias están formados por representantes elegidos por los ciudadanos, que se ocupan de resolver los problemas prácticos de la administración de la comunidad de acuerdo con la voluntad expresa de la mayoría y son pagados para ello. Lo malo es que tales representantes muestran una evidente tendencia a olvidar que no son más que unos mandados –
nuestros mandados- y suelen convertirse en especialistas en mandar.”
Queremos abordar el problema a partir del significado usual de la palabra “mandatario” (o “mandataria”), pues, según el
Diccionario de la Real Academia Española, puede denotar a la “Persona que ocupa por elección un cargo muy relevante en la gobernación y representación del Estado, y, por extensión, quien ocupa este cargo sin haber sido elegido.”
En una segunda acepción, que es la propia del Derecho, –siempre según el citado diccionario- la voz “mandatario” (o “mandataria”) alude a la “Persona que, en virtud del contrato consensual llamado mandato, acepta del demandante representarlo personalmente, o la gestión o desempeño de uno o más negocios.
Enseguida advertimos que, en principio, utilizamos la palabra “mandatario” (o “mandataria”) en su primera acepción, pues consideramos que en aquella exposición quisimos decir algo sobre las personas que ocupan por elección un cargo muy relevante en la gobernación y representación del Estado mexicano, y, por extensión, sobre aquellos que ocupan dicho cargo sin haber sido elegidos sino nombrados.
Sin rodeos, no pretendimos, ni pretendemos, hacer “chisme” ni caer en murmuraciones, pero que confusión tan enorme, pues ahora resulta que
el mandatario, manda y el mandante, obedece.
¿Quién manda aquí? ¿El Pueblo o la Ley del pueblo?
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