La Tierra existió sin nuestros antepasados, en la actualidad podría perfectamente existir sin nosotros:
Michel Serres
Hasta antes de la primera Revolución Industrial cuya fecha de inicio se enmarca entre 1750 y 1780, el ser humano concebía la Naturaleza como un organismo viviente y dinámico, creador y destructor, insondable y comprensible, divino y seductor, visión cosmológica que en occidente se fue transformando para ser sustituida por la idea de que la Naturaleza era una máquina que podía ser descubierta si se desentrañaban las leyes que la regían y un objeto, a la vez, del cual se podían extraer recursos que demandaba la naciente industria que prometía prosperidad y progreso social.
Esa imagen de la naturaleza/objeto enraizó en el subconsciente colectivo a través de la ideología del liberalismo económico que preconizó la extracción de materias primas para el crecimiento manufacturero de las naciones industriales las cuales, a cambio, venderían productos elaborados a las naciones extractoras y exportadoras de recursos naturales.
Este cambio en la concepción mística de la Naturaleza a la idea de objeto explotable convirtió a la sociedad humana es predadora del medio ambiente, conducta que, con el tiempo, se ha revertido contra el propio ser humano.
Poco después de concluida la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y observando la destrucción causada en ciudades, pueblos y medio ambiente, el geólogo A. P. Pavlov señaló que la acción humana había adquirido factor de cambio geológico en el proceso evolutivo de nuestro planeta Tierra, el cual llamó Antropogénico.
Desde entonces a la fecha, se han realizado miles de estudios que prácticamente comprenden todos los continentes y distintas regiones del planeta. El objetivo es conocer y evaluar el impacto ambiental de la actividad humana que ha alterado las condiciones de equilibrio climático y la pérdida de la biodiversidad. Sabemos con mucha claridad que en menos de 300 años la acción industrial extractiva ha logrado trastornar las condiciones que han permitido la vida y evolución de los seres humanos, propiciando, paradójicamente, condiciones para su propia extinción.
Los elementos, entre muchos otros que se relacionan y tienen mayor incidencia en el daño al medio ambiente son dos: el crecimiento económico fundado en el consumo irrefrenable y el crecimiento demográfico que presiona los ecosistemas. En los años setenta del siglo XX, se planteó que para mantener el crecimiento de la economía mundial era necesario atender los problemas ambientales originados por la contaminación. Entonces se inventó la educación ambiental que fue instituida en los sistemas escolares; sin embargo, los contenidos impartidos al no estar secundados por políticas públicas que tengan como centro la conservación del medio ambiente mediante acciones contundentes y claras, la educación no se ha visto reflejada en una ética y conducta ambiental mundial.
Tres elementos inciden en ello: el utilitarismo económico que presiona sobre los ecosistemas en los que ve recursos naturales explotables, como, por ejemplo, la agricultura de monocultivo, la minería a gran escala, la construcción de vías de comunicación no amigables con el entorno y, todo flujo exportador de materias primas cuya extracción se realiza sin medidas de restauración y remediación ambiental.
Otro elemento es el heredado de la Primera Revolución Científica de los siglos XVII y XVIII que es la idea que fundamentó la equivocada creencia de que la Naturaleza es una máquina, un objeto separado de la sociedad humana y, por tanto, dominable por la razón y sin derecho alguno, cuando la Naturaleza posee cualidades propias de un ser vivo y de ninguna manera está inerte ni es salvaje como la concibió la Ilustración europea.
El tercer aspecto es el ya mencionado fracaso de la educación ambiental, cuyo impacto social es bajo o casi nulo, pese a que la educación escolar tiene el potencial de ser factor esencial para contribuir al cambio de actitud humana revolucionando nuestro paradigma cultural que comprenda que la Naturaleza no es un objeto, sino un sujeto; que nosotros somos seres biológicos que requerimos de sus dones para sobrevivir; que debemos devolverle tanto como ella proporciona y de que podemos reorientar la economía hacia la sustentación de la vida en articulación con nuestro único hogar: la Tierra.
Ya hemos pasado límites que ponen en riego la vida humana: la alteración del equilibrio dinámico de las condiciones climáticas planetarias que han generado el cambio climático con todas sus consecuencias relacionadas; la destrucción de ecosistemas; la extinción masiva de especies animales y vegetales; la acidificación de los océanos que altera las condiciones ideales para la vida acuática; la erosión de los ciclos del fósforo y nitrógeno fundamentales para la actividad agrícola; la criminal deforestación que provoca erosión del suelo, baja captación de agua de lluvia y disminución de las fuentes de oxígeno; concentración de partículas microscópicas que afectan ecosistemas, clima y organismos vivos e introducción de nuevos elementos radioactivos que alteran las condiciones favorables para la vida.
Son límites que ya se cruzaron peligrosamente y que, de continuar con nuestra irracional conducta, será la causa de la sexta extinción de la vida en la Tierra, pues como bien señala Michel Serres: “La Tierra existió sin nuestros antepasados, en la actualidad podría perfectamente existir sin nosotros, y existirá mañana o más tarde aún sin ninguno de nuestros posibles descendientes, mientras que nosotros no podemos existir sin ella”.