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Venablo contra el salario mínimo

Eric V. Ahumada Xalapa, Ver. 25/02/2009

alcalorpolitico.com

¿Qué necesito para vivir feliz? Con un fajo de billetes en la cartera, un deportivo, una casa en la playa, una nutrida biblioteca y a Mónica Bellucci, la pregunta se aleja de ser un desafío digno y entra en la holganza de lo vulgar, chacota de salón de belleza o sondeo de revista de espectáculos. Stulte, quid haec frustra votis puerilibus optas (“necio, esos deseos pueriles son incumplibles”) contestaría Ovideo. En cambio si el dilema es ¿cómo puedo ser feliz con un sueldo de cincuenta y dos pesos diarios?, la situación se complica.

Conservadores de hueso colorado hemos preservado el sustrato latino (salarium) en la cantidad: ¡cincuenta y dos pesos el salario-mínimo! Una miseria, sí, con la que de alguna manera —tan escapista a la imaginación más surrealista como admirable— alcanza para una comida cicatera al día (kilitos de sal aderezan las tortillas). No es que uno desprecie los frijolitos refritos, la salsa de molcajete y las tortillas, pero después de veinte años aburren y, más risible, el acto deviene en una excusa sobre la tradicionalidad alimenticia cuya única pretensión escapa a los principios culturales y se inscribe dentro de los argumentos obsoletos de quien debiera hacer algo más simple y productivo por la economía, la salud mental y el gozo.

¡Quien más tiene más gasta!, sería el eslogan ideal de campaña y no el boato de patrañas acostumbradas. ¿Quién puede comprar un libro con 52 pesos diarios? Más preocupante ¿quién piensa en comprar un libro cuando las tripas gruñen? Sí, hay libros usados de a diez pesos, pero con los dos viajes en camión por doce pesos a la librería —en caso de tener tiempo libre— regresamos con las manos vacías y el mal-sano remordimiento de “lo improductivo”, “lo inútil” (hemos descontado al presupuesto 12 pesos más y una alita de pollo). Otros fuesen los epítetos recurrentes aplicados al que lee a marchas forzadas durante turnos laborales, sin embargo, el “huevón” se ha convertido en lugar común.

El que adquiere un libro —salvo casos decorativos— lo lee, consume lenguaje y su habla muta en síntoma de lo leído. Leer no quebranta el gasto familiar ni aumenta la taza de obesidad del país, a diferencia del kilo diario de tortillas por cada adolescente saludable; comprar un libro, por el contrario, impide comerse un trozo de carne cada 15 días y la única solución posible nos acorrala en el crucero de Circunvalción con franela y esponja. También existen médicos educados con pasión en el positivismo italiano de los años veintes que —no se sabe aún si por el grueso de los tomos han perdido el sentido común, o sean casos de sandez innata— expelen juicios francamente racistas cuando alguno de nosotros (los de 52 pesos al día) piden una consulta gratuita. No lo sé de oídas, he trabajado en una clínica durante 11 años.