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Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
Ciudad heroica y ciudadanos heroicos
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
28 de agosto de 2015
alcalorpolitico.com

Con diversos actos, unos de cierta calidad y otros francamente anodinos y hasta peligrosos por los riesgos que provocaron, se celebraron en Córdoba los festejos por la conmemoración de la firma de los Tratados de Córdoba. Aunque sobre el asunto hay mucha discusión y encontrados puntos de análisis, pues unos lo consignan como el hecho que, quiérase o no, independizó a México de España, y otros discuten o la potestad de Juan O’Donojú o la falta de representatividad de Agustín de Iturbide, quien en ese momento se ostentaba como el líder de las fuerzas libertarias del país, cuando poco antes era precisamente el jefe de las fuerzas represivas nacionalistas. Y como el asunto se ha vuelto político y una lucha de facciones, lo mejor es dejar que el tiempo corra, los cordobeses (que quieran) los festejen y los que no, que se ahorren el derrame de bilis ante la inevitabilidad de tantos y tantos asuntos con los que no se puede estar de acuerdo. Lo cierto es que es así toda la historia nacional, que necesita ser reescrita punto por punto de tan ajada que está por el manipuleo de los políticos y de más de uno de los que se dicen o se sienten historiadores.
 
Y precisamente haciendo referencia a estos desacuerdos, surge la diversidad de opiniones en otros muchos asuntos de la vida pública y ciudadana. Por ejemplo, acerca de los proyectos urbanísticos que se desarrollan en una ciudad, la pertinencia de ciertas obras públicas (y algunas no tan públicas por el beneficio que les reportan tan solo a determinadas personas por razones de su poder político, económico o amistoso), la realización de ciertos arreglos ornamentales en detrimento de obras más urgentes, la determinación de ciertas prohibiciones o limitaciones que se toman en demérito de algunos derechos del ciudadano, etc. Gracias a la información que el ciudadano tiene por experiencia, por los medios de comunicación tradicionales o por las redes sociales, surgen las inevitables comparaciones con algunas ciudades de otras naciones, de nuestro país (¿todavía es nuestro?) o del Estado (este, ya saqueado). Para cordobeses y orizabeños la comparación es inmediata, lo mismo que para xalapeños y veracruzanos del puerto o para Poza Rica y Tuxpan o Minatitlán y Coatzacoalcos. 
 
Desgraciadamente, la opinión del ciudadano no puede medirse por los resultados electorales. Estos están cada vez más alejados de lo que verdaderamente piensan y juzgan los electores, dado el manoseo que se hace de los sufragios. Y el aprobado recurso de la reelección para los cargos públicos, en lugar de ser la oportunidad para un juicio ciudadano a sus gobernantes, poco a poco se va revelando como otro sucio y disfrazado mecanismo para la consolidación de los consabidos poderes fácticos, que ahora lo harán bendecidos e «higienizados» por las vías legales. Queda el juicio del ciudadano en ese sentir vago, pero cierto y válido, de la «opinión pública» que se manifiesta en la informalidad de la plática, del comentario familiar o amistoso. Esa opinión pública surge de la vivencia, de las experiencias que los ciudadanos tienen al recorrer las calles de sus ciudades, en donde es fácil detectar el juicio que les merecen las acciones de sus gobernantes. Y así escuchamos, por ejemplo, el beneplácito de muchos orizabeños por la manera en que sus más recientes gobernantes han emprendido obras que generan bienestar ciudadano, priorizando aquellas que incluyen el mayor beneficio público posible. Y no parece una opinión manoseada por recursos mediáticos comprados a precio de dólar, sino razonablemente genuina del ciudadano. «El día de hoy no se lisonjea a quien no tiene con qué (o a quien no quiere) cebar el pico del adulador», decía Cervantes.
 


Las decisiones de una autoridad siempre recaen sobre el ciudadano, que, además, es quien paga. ¿Por qué les resulta tan difícil a algunos gobernantes regirse precisamente por esa máxima del pragmatismo utilitarista (que es la «ética» que debe regular toda acción política) del mayor beneficio al mayor número de ciudadanos? ¿Cómo se debe gobernar para llevar una ciudad caótica (por sus pésimas vialidades, por su suciedad, por su apatía ciudadana producto de su hartazgo de un sistema corrupto, por los intereses de los grupúsculos de poder político y económico que impiden el progreso y la apertura de nuevos centros de desarrollo y empleo, etc.) a un estado de orden, de concertación, de bienestar?
 
Que el gobernante no debe ser como el pintor de Úbeda quien, cuando le preguntaron qué pintaba, contestó: «Lo que saliere» (Cervantes dixit). 
 
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