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Columnas y artículos de opinión
Detrás de la Noticia
Crónica de una soledad anunciada
Ricardo Rocha
23 de abril de 2014
alcalorpolitico.com
Gabriel García Márquez fue una gloria en las letras universales y ahora en su gloria está. Se ha ido el escritor más amado y leído del mundo. Pero nos deja Cien años de soledad y una obra gigantesca. Cincuenta millones de ejemplares de su novela cumbre y otros tantos del resto de sus relatos y ensayos habitan ahora la Tierra. Treinta y siete lenguas hablan también la lengua latinoamericana, reinventada por el ganador del Nobel de Literatura en 1982 y de centenares de reconocimientos a lo largo de una vida intensa y pródiga: una docena de novelas desde La Hojarasca hasta Memoria de mis putas tristes; diez cuentos, algunos tan notables como La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada hasta El rastro de tu sangre en la nieve; veintidós notables obras de no ficción a partir del primerizo y conmovedor Relato de un náufrago hasta Noticia de un secuestro, un estrujante ensayo del terror político; diez guiones de cine, donde se cuentan la mexicanísima El gallo de oro y la inolvidable María de mi corazón; las compilaciones de su obra periodística como La bendita manía de contar o Por un país al alcance de los niños; sus memorias Vivir para contarla y hasta una obra de teatro, Diatriba de amor contra un hombre sentado.
 
Con una creatividad tan fértil, con un reconocimiento tan descomunal, con una admiración tan universal y devota, cualquiera se vuelve loco o insoportable. El Gabo no. Hasta en eso fue excepcional. Su fortaleza de espíritu le permitió soportar los embates de la fama y las tentaciones de la fortuna. De ese García Márquez sencillo, entrañable, caribeño, cantador, bailador y del privilegio de su amistad quiero hablarles hoy. Tal cual lo recuerdo.
 
 
Era un día de noviembre del 82 y una treintena de amigos nos habíamos reunido en el Charleston de la Roma para festejar al gran Renato Leduc por un premio modesto pero muy merecido: el Juchiman de Plata que le había entregado el gobierno de Tabasco. Desde luego que el Gabo estaba invitado, pero la verdad nadie esperaba que viniera. Era comprensible, porque unos días antes le habían anunciado el Nobel de Literatura y estaba solicitadísimo. Pero en eso y para estupefacción de todos se fue apareciendo muy orondo al iniciar la comida; y ante el aplauso creciente y la pelotera por abrazarlo levantó poderoso la voz y la mano: “¡Momento…hoy no se habla de la vaina del Nobel…hoy es el día de Renato!” y se fundió en un abrazo con las lágrimas de Leduc y de todos nosotros.

 
 
A partir de entonces busqué su amistad y por supuesto una entrevista. Con lo segundo, me fue dando largas. Con lo primero, no tuve dificultad alguna. Siempre fue muy generoso y hasta me invitó a comer con amigos por alguno de mis trabajos. Luego me incluyó en sus Congresos del Nuevo Periodismo Latinoamericano en Cartagena. De los que siempre traeré en el corazón —además de esos encuentros maravillosos sobre la libertad, el poder, la palabra y la ética-— aquellos fines de jornada en la terraza con los inimitables músicos colombianos acordeón en ristre: “¡Canta Rocha, canta, que te sabes la letra de los vallenatos igual que Carlos Vives!”. Y ahí me tienen dándole a aquello de “Acordáte Moralitos de aquel día…” y ya más entrada la noche, a la dulzura cósmica y cachondísima de la Matilde Lina.
 
 
La verdad, ¡qué gozador amigo era el Gabo! Como cuando en Guadalajara solíamos rematar la FIL con Carlos Fuentes en la escala obligada de “El Veracruz” —lo más parecido al cabaret de las películas mexicanas— y cada uno de ellos tenía su fila de candidatas al baile. A propósito, hace tres o cuatro años lo disfrutaría por última vez en casa de Fuentes, quien me había puesto como generosa condición, para darme una entrevista, que después comiéramos solos él y yo. Al terminar nuestra conversación se disculpó: Perdóname, ¿te importa que vengan otros dos amigos?/Claro que no, ¿se puede saber quiénes?/El Gabo y Cordera. Yo creo que a Rolando le pasó lo mismo que a mí: después de la bienvenida cálida de Silvia —quien nos dejó solos “para que dijéramos palabrotas”— poder testimoniar el diálogo fraterno y cariñoso de los dos gigantes.

 
Durante esas horas inolvidables, tuve que contener al periodista que quería la foto, para preservar al amigo que no se atrevía a romper la magia del momento. Aunque al final no pude evitarlo: ¿Y mi entrevista Gabo?/Rocha, ¡si llevas años entrevistándome! Y ahora entiendo que tenía razón, la nuestra fue una larga entrevista sin preguntas ni respuestas.